Los hechos narrados aquí no tienen
porqué ser estrictamente fieles a la realidad. Simplemente representan la
perspectiva de quien escribe esto, persona poco afecta a la playa y a emprender
viajes en familia.
La morocha sabe que está buena, a esta hora de la tarde su cuerpo tendido en la arena sobre un toallón verde es el gran acontecimiento de esa tarde. Todos quieren entrar en contacto con ella, desde la fina arena recubriendo sus ojotas de madera de sándalo, el mar que muere voluptuoso en la playa, depositando surfistas y peces muertos, el sol candente que quema su piel en forma pareja, cuidando en no dejar un rincón sin ese perfecto bronceado que todo hombre en diez playas a la redonda ya ha notado, y toda mujer envidia hasta volverse verde. Es que la morocha no es una más. Es el centro. La quintaesencia de ese verano, que ha venido más caluroso que todos los recordables, un ícono, una marca distintiva de ese balneario y esa playa, ella está ahí y sabe que todos la miran.
Pero ella trata de no darse
cuenta, hacer como que no ve al resto del mundo verla, sabe que está desnuda
(su psique, su cuerpo está cubierto por una tanga y una malla diminutas) y que
nadie va a pasar a su lado y quedar como si nada, indiferente a tanta belleza.
Ella, tras sus lentes negros, su boca untada con aceite de cacao, sus manos de
uñas perfectas, lee un libro: “Las venas abiertas de Latinoamérica”, de EDUARDO
GALEANO, en su Discman suena el último disco de LA VELA PUERCA. Se los compró en
el Shopping antes de iniciar sus vacaciones. También tiene un libro de GARCÍA
MÁRQUEZ y un disco de MANU CHAO. “GALEANO
es un gran escritor, y un gran filósofo”, le comenta siempre su padre,
Representante Nacional por Montevideo, por el Partido Comunista.
La morocha también sabe que están
las cámaras de televisión, que un móvil ya pasó dos veces en esa tarde y aún no
la han notado, pero en cualquier momento va a frenar y va a salir un
camarógrafo en bermudas y sandalias a realizar tomas del paisaje, y ella va a
estar ahí.
Pero el camarógrafo ya la filmó,
le hubiera gustado que ella se levantara
del toallón y caminara hacia el agua. Entonces habría filmado su espalda a
contraluz y con los reflejos del agua como fondo. Lo felicitarían por su
trabajo y llegaría contento al hotel de 2 estrellas que le paga el canal para
que duerma cuando no es horario laboral.
Los pescadores atraviesan toda la
playa con tal de verla, las rubias pasan y hacen un mohín, cualquier hombre
acompañado por una mujer recibe invariablemente un pellizco en el medio de la
espalda, aún cuando ni siquiera hayan desviado la vista hacia el cuerpo ahí
tendido. Las rubias no quedan bien bronceadas, se vuelven rojas, y la piel
llena de pecas. Ella en cambio está casi marrón y sabe que tiene dos semanas
más para perfeccionar su color. Deja su libro, se saca los auriculares, se
levanta, una masa de curvas perfectas de un metro ochenta de estatura, se
suelta el pelo y sacude su cabeza. Sabe que con ese movimiento, ahora sí, nadie
va a quedar sin verla, y un extranjero con mucho dinero va a codiciar sus
curvas. Ella lo sabe, y espera tranquila a su presa.
No lejos de allí, unos 200 kilómetros en
línea recta, esa madrugada, una familia iba por una ruta de circulación
nacional. No iban hacia el Este, por lo caro de sus balnearios y porque estaba
todo lleno de gente, si no hacia el norte, a un camping gratuito al lado de un
río. En la camioneta, una Chevrolet del 51 llevaba un cordero carneado, comida
para varios días (fideos, arroz, conservas enlatadas, verduras), colchones,
lonas para la carpa, la parrilla, dos damajuanas de vino tinto. En la caja
descubierta también iban nueve personas (dos ancianos, suegros del conductor,
tres adolescentes, un niño de un año y medio, una pareja y un joven de 22
años). En la cabina iba Javier y su esposa. Ella cebaba mate y él hablaba de
sus problemas en el trabajo. Habían estado discutiendo acerca de los padres de
ella, los ancianos que viajaban atrás, y su hijo. Él siempre se quedaba a cargo
de sus abuelos y temían que lo estuvieran malcriando.
Hacía rato que Javier hablaba de
su Supervisor, y de que no le quería dar la licencia, en ese momento miraba a
su mujer y le pasaba el mate. No se fijó en el camión con el que se iban a
cruzar. De improviso el camión se abrió de su senda. Javier solo vio las luces
cuando estaba a menos de 60
metros , muy poca distancia para que la vieja Chevrolet
pudiera reaccionar, tirarse de la banquina, abrirse él también de senda, o algo,
para evitar lo que ocurrió.
El camionero, un joven de la edad
de Javier, también casado y con un hijo de la misma edad, no había dormido más
que tres horas en las últimas 36, ya era la tercera vez en 2 días que pasaba
por ese kilómetro.
Esa noche, en el noticiero, como
nota de color pasaron a la morocha tendida en la arena, leyendo el libro de
GALEANO. La nota central fue el choque entre la camioneta y el camión, al día
siguiente harían una cobertura completa del sepelio. De las once personas de la
camioneta murieron nueve.
La nota de la morocha era el
cierre del noticiero. “Así está el mundo amigos”, fue el saludo habitual del
conductor. Hizo un mohín, y el lunar al lado de su boca se movió un poco hacia
arriba. Se sacó los lentes apenas comenzó a sonar la música épica y se apagaron
las luces del estudio.