martes, 27 de marzo de 2012

Juan

Juan es un uruguayo típico. Esta frase sólo la entiende un uruguayo típico, o un argentino que nos aprecie mucho. Como típico, Juan lo era bastante: Trabajaba en una oficina pública haciendo tareas insignificantes, adoraba el dulce de leche y el asado, jugaba al truco en el bar e iba al estadio como sus mayores diversiones. Contaba los días para jubilarse, se quejaba de todo y siempre se estaba prometiendo empezar la dieta "El lunes que viene". Tenía otras virtudes y defectos de Uruguayo típico, las que no vamos a detallar aquí por no aburrir al lector, la que nos interesa es su relación con el mate. Juan tomaba mate. No era cualquier mate, era el que su padre le había regalado cuando Juan no llegaba a los Veinte y se lo hizo curar, cuidar y usar frecuentemente durante años. Se lo hacía preparar todas las tardecitas, cuando ambos llegaban de sus trabajos y se sentaban en el patio del fondo, bajo la parra, en dos sillas de playa iguales, esperando la cena. Juan debía cebarle a su padre y tomarse algunos para acompañarlo. Durante años, Juan detestó cada mate que tomó con el viejo conversando en largos monólogos de fútbol y política. El sabor amargo, las primeras chupadas al darlo vuelta, el estómago lavado, con el chirle sabor ácido que le revolvía las tripas, los desvelos hasta las tres de la mañana por culpa de la mateína y después andar todo el día como quién se cruzó con el fantasma de Obdulio, hasta encontrarse otra vez con su padre a matear bajo la parra.
Así durante años, hasta que un día, una tardecita, se encontró solo en el fondo de su casa, con un mate pronto, el gesto inmediato e insconsciente de extenderlo a su izquierda y recordar una vez más la silla vacía a su lado. Su padre había muerto, y nunca más habría mates obligados. Reconoció que era mucho lo que le quedaba de su pasado, que no solo era el mate, eran las charlas, la fraternidad, una relación con un intermediario privilegiado entre padre e hijo. Y descubrió que le gustaba, que el mate era un buen compañero de soledad y también unificador en un grupo de amigos. Empezó a llevarlo a todos lados; al estadio y convidaba a sus vecinos de banco; a la oficina y se convirtió en el mejor cebador de su sección; a lo de sus amigos y en general a todo lugar que iba llevaba su mate ya pronto con el termo en la otra mano. El mate de Juan no era cualquier mate, era redondo, con una pequeña deformación en la base que permitía mantenerlo parado sin necesidad de posa mate, amplio, con el tamaño justo para tomarlo solo sin aburrirse y no demasiado pequeño como para convidarlo en una barra grande de amigos y que le durara. No tenía ninguna inscripción en ninguna parte, no decía: "Recuerdo de uruguay", ni tenía un gaucho domando un caballo o estaba recubierto de cuero con forma de pezuña de vaca. Era un mate sencillo, pura calabaza lustrada entre antas manos. Y Juan adoraba su mate, jamás permitió que alguien más lo cebara o preparara. Al aprontarlos, con suavidad le ponía la mano sobre la boca, con las tres cuartas partes llenas de yerba y lo inclinaba como quien ofrece un trago de agua a un niño chico. Mezclaba en un vaso agua mitad caliente mitad fría, nunca dejaba el agua de la caldera hervir.
Una tarde se fue a la rambla con una amiga Porteña, de esas que vienen a Montevideo a "sentir la tranquilidad de una ciudad chica". Estaban discutiendo, cuando no, acerca del origen del Dulce de leche, la porteña, bastante cabrona por cierto, fue a tomar un mate que le había tendido Juan, que no perdía la costumbre de cebar así se cayera abajo la embajada Yanqui, cuando un movimiento brusco de la muchacha hizo rodar el mate por el granito y fue a caer justo sobre una roca, cinco metros más abajo. Como un sapo aplastado, así quedó el mate de Juan, con los restos de cáscara esparcidos en abanico y la yerba tiñendo de verde las piedras mohosas. La porteña no entendió el porqué del ataque de nervios que le vino a Juan ni porqué casi se tiró de cabeza a rescatar lo irrescatable. Con mil vueltas logró bajar por una escalerita y, esquivando las bolsas de plástico, las medusas secas en la base interna de la rambla, los preservativos flotando y los cangrejos, llegó hasta el cadáver de su mate. Lo único que quedaba intacto era la bombilla. Miró hacia arriba y vio a su amiga porteña reírse a carcajadas de su aspecto de niño que perdió a su madre. Nunca más le dirigió la palabra.
Durante meses, Juan no tomó más mate, no quería violar el recuerdo de su viejo y querido porongo poniendo su boca en cualquier bombilla forastera, sus manos en una calabaza recubierta de cuero o pintada de celeste. Buscó y buscó, en vano, por plazas, ferias y puestos de artesanías, ese mate, uno igual y casi perfecto como había sido el suyo. No había forma. Ahora todos los mates estaban recubiertos de cuero, con feos dibujos tallados a máquina, quemados con fuego, pintados de colores de cuadros de fútbol o, la aberración más absoluta, hechos de vidrio o de silicona.
No había mates como el que él quería, optó por el autocultivo. En el fondo de su casa siempre hubo un cuadrado de diez por quince, su padre siempre proyectaba hacer una quinta, y nunca plantó ni siquiera un perejil. Con paciencia desmontó y carpió, abonó lo suficiente y ahí plantó calabazas, con semillas compradas en una veterinaria y con información que sacó de un almanaque del Bando de Seguros. Confiaba en que con mucha suerte sacaría 300 o 400 calabazas y podría elegir a gusto y mandaría cortar (o cortaría él mismo, como al fin hizo) el mate que estaba buscando. Nunca imaginó lo difícil que sería. El primer año se pasó con la cantidad de agua y abono y las calabazas quedaron gigantescas, más que mates, parecían ollas. Al segundo una plaga de chinches agujereó y pudrió la mitad de la cosecha, pudo rescatar diez o veinte demasiado pequeñas para poder meterles una bombilla. Al tercero hubo una buena cosecha, Juan instaló un taller en su living y cortó y pulió cerca de mil mates, ninguno lo convenció. Un amigo preocupado lo encontró una tarde rodeado de calabazas, mirando con ojo de joyero uno a uno los porongos y dejándolos en una pila tan alta como un hipopótamo. Ese mismo amigo fue el que le recomendó un intermediario para que los vendiera. "Con una condición; dijo Juan; que no les hagan nada en la cáscara ni lo recubran con nada". Decenas de turistas Brasileros, Suecos y Yanquis se fueron fascinados a sus países de origen, con mates lisos, sin nada que recordara donde habían estado ni para qué servían esas vasijas vegetales, contentos de poder contárselo a sus amigos curiosos. Año tras año Juan sacaba miles de mates, los cortaba, los pulía, ninguno lo convencía. Luego los vendía cada vez a mejor precio. Con ese dinero pudo dejar su trabajo, comprar una chacra en melilla, instalarse un galpón, contratar personal. Nadie más pudo jamás vender más mates que los de Juan. Eran mejores, no tenían inscripciones que los afearan y la cáscara tenía un color parejo, sin manchas. Año a año la producción matera de Juan fue creciendo y él se convirtió en un próspero empresario que empezó a dictar seminarios, a recorrer Argentina, Brasil y Paraguay llevando sus mates perfectos, salió en la tapa de revistas, se filmó un documental acerca de su vida.
Un día, ya muy viejo, un periodista le preguntó acerca de su pasión por el mate y comentó: "Debe ser usted un gran tomador de mate". Juan miró al piso, rememoró su primer mate, la parra y su padre, suspiró y tragó saliva antes de contestar: "Hace cuarenta años que no tomo un mate".-