lunes, 26 de noviembre de 2012

VERANO CALIENTE



Los hechos narrados aquí no tienen porqué ser estrictamente fieles a la realidad. Simplemente representan la perspectiva de quien escribe esto, persona poco afecta a la playa y a emprender viajes en familia.















La morocha sabe que está buena, a esta hora de la tarde su cuerpo tendido en la arena sobre un toallón verde es el gran acontecimiento de esa tarde. Todos quieren entrar en contacto con ella, desde la fina arena recubriendo sus ojotas de madera de sándalo, el mar que muere voluptuoso en la playa, depositando surfistas y peces muertos, el sol candente que quema su piel en forma pareja, cuidando en no dejar un rincón sin ese perfecto bronceado que todo hombre en diez playas a la redonda ya ha notado, y toda mujer envidia hasta volverse verde. Es que la morocha no es una más. Es el centro. La quintaesencia de ese verano, que ha venido más caluroso que todos los recordables, un ícono, una marca distintiva de ese balneario y esa playa, ella está ahí y sabe que todos la miran.
Pero ella trata de no darse cuenta, hacer como que no ve al resto del mundo verla, sabe que está desnuda (su psique, su cuerpo está cubierto por una tanga y una malla diminutas) y que nadie va a pasar a su lado y quedar como si nada, indiferente a tanta belleza. Ella, tras sus lentes negros, su boca untada con aceite de cacao, sus manos de uñas perfectas, lee un libro: “Las venas abiertas de Latinoamérica”, de EDUARDO GALEANO, en su Discman suena el último disco de LA VELA PUERCA. Se los compró en el Shopping antes de iniciar sus vacaciones. También tiene un libro de GARCÍA MÁRQUEZ y un disco de MANU CHAO. “GALEANO  es un gran escritor, y un gran filósofo”, le comenta siempre su padre, Representante Nacional por Montevideo, por el Partido Comunista.
La morocha también sabe que están las cámaras de televisión, que un móvil ya pasó dos veces en esa tarde y aún no la han notado, pero en cualquier momento va a frenar y va a salir un camarógrafo en bermudas y sandalias a realizar tomas del paisaje, y ella va a estar ahí.
Pero el camarógrafo ya la filmó, le hubiera gustado que ella se  levantara del toallón y caminara hacia el agua. Entonces habría filmado su espalda a contraluz y con los reflejos del agua como fondo. Lo felicitarían por su trabajo y llegaría contento al hotel de 2 estrellas que le paga el canal para que duerma cuando no es horario laboral.
Los pescadores atraviesan toda la playa con tal de verla, las rubias pasan y hacen un mohín, cualquier hombre acompañado por una mujer recibe invariablemente un pellizco en el medio de la espalda, aún cuando ni siquiera hayan desviado la vista hacia el cuerpo ahí tendido. Las rubias no quedan bien bronceadas, se vuelven rojas, y la piel llena de pecas. Ella en cambio está casi marrón y sabe que tiene dos semanas más para perfeccionar su color. Deja su libro, se saca los auriculares, se levanta, una masa de curvas perfectas de un metro ochenta de estatura, se suelta el pelo y sacude su cabeza. Sabe que con ese movimiento, ahora sí, nadie va a quedar sin verla, y un extranjero con mucho dinero va a codiciar sus curvas. Ella lo sabe, y espera tranquila a su presa.


No lejos de allí, unos 200 kilómetros en línea recta, esa madrugada, una familia iba por una ruta de circulación nacional. No iban hacia el Este, por lo caro de sus balnearios y porque estaba todo lleno de gente, si no hacia el norte, a un camping gratuito al lado de un río. En la camioneta, una Chevrolet del 51 llevaba un cordero carneado, comida para varios días (fideos, arroz, conservas enlatadas, verduras), colchones, lonas para la carpa, la parrilla, dos damajuanas de vino tinto. En la caja descubierta también iban nueve personas (dos ancianos, suegros del conductor, tres adolescentes, un niño de un año y medio, una pareja y un joven de 22 años). En la cabina iba Javier y su esposa. Ella cebaba mate y él hablaba de sus problemas en el trabajo. Habían estado discutiendo acerca de los padres de ella, los ancianos que viajaban atrás, y su hijo. Él siempre se quedaba a cargo de sus abuelos y temían que lo estuvieran malcriando.
Hacía rato que Javier hablaba de su Supervisor, y de que no le quería dar la licencia, en ese momento miraba a su mujer y le pasaba el mate. No se fijó en el camión con el que se iban a cruzar. De improviso el camión se abrió de su senda. Javier solo vio las luces cuando estaba a menos de 60 metros, muy poca distancia para que la vieja Chevrolet pudiera reaccionar, tirarse de la banquina, abrirse él también de senda, o algo, para evitar lo que ocurrió.
El camionero, un joven de la edad de Javier, también casado y con un hijo de la misma edad, no había dormido más que tres horas en las últimas 36, ya era la tercera vez en 2 días que pasaba por ese kilómetro.

Esa noche, en el noticiero, como nota de color pasaron a la morocha tendida en la arena, leyendo el libro de GALEANO. La nota central fue el choque entre la camioneta y el camión, al día siguiente harían una cobertura completa del sepelio. De las once personas de la camioneta murieron nueve.

La nota de la morocha era el cierre del noticiero. “Así está el mundo amigos”, fue el saludo habitual del conductor. Hizo un mohín, y el lunar al lado de su boca se movió un poco hacia arriba. Se sacó los lentes apenas comenzó a sonar la música épica y se apagaron las luces del estudio.

ASÍ ESTÁ EL MUNDO AMIGOS.-

martes, 27 de marzo de 2012

Juan

Juan es un uruguayo típico. Esta frase sólo la entiende un uruguayo típico, o un argentino que nos aprecie mucho. Como típico, Juan lo era bastante: Trabajaba en una oficina pública haciendo tareas insignificantes, adoraba el dulce de leche y el asado, jugaba al truco en el bar e iba al estadio como sus mayores diversiones. Contaba los días para jubilarse, se quejaba de todo y siempre se estaba prometiendo empezar la dieta "El lunes que viene". Tenía otras virtudes y defectos de Uruguayo típico, las que no vamos a detallar aquí por no aburrir al lector, la que nos interesa es su relación con el mate. Juan tomaba mate. No era cualquier mate, era el que su padre le había regalado cuando Juan no llegaba a los Veinte y se lo hizo curar, cuidar y usar frecuentemente durante años. Se lo hacía preparar todas las tardecitas, cuando ambos llegaban de sus trabajos y se sentaban en el patio del fondo, bajo la parra, en dos sillas de playa iguales, esperando la cena. Juan debía cebarle a su padre y tomarse algunos para acompañarlo. Durante años, Juan detestó cada mate que tomó con el viejo conversando en largos monólogos de fútbol y política. El sabor amargo, las primeras chupadas al darlo vuelta, el estómago lavado, con el chirle sabor ácido que le revolvía las tripas, los desvelos hasta las tres de la mañana por culpa de la mateína y después andar todo el día como quién se cruzó con el fantasma de Obdulio, hasta encontrarse otra vez con su padre a matear bajo la parra.
Así durante años, hasta que un día, una tardecita, se encontró solo en el fondo de su casa, con un mate pronto, el gesto inmediato e insconsciente de extenderlo a su izquierda y recordar una vez más la silla vacía a su lado. Su padre había muerto, y nunca más habría mates obligados. Reconoció que era mucho lo que le quedaba de su pasado, que no solo era el mate, eran las charlas, la fraternidad, una relación con un intermediario privilegiado entre padre e hijo. Y descubrió que le gustaba, que el mate era un buen compañero de soledad y también unificador en un grupo de amigos. Empezó a llevarlo a todos lados; al estadio y convidaba a sus vecinos de banco; a la oficina y se convirtió en el mejor cebador de su sección; a lo de sus amigos y en general a todo lugar que iba llevaba su mate ya pronto con el termo en la otra mano. El mate de Juan no era cualquier mate, era redondo, con una pequeña deformación en la base que permitía mantenerlo parado sin necesidad de posa mate, amplio, con el tamaño justo para tomarlo solo sin aburrirse y no demasiado pequeño como para convidarlo en una barra grande de amigos y que le durara. No tenía ninguna inscripción en ninguna parte, no decía: "Recuerdo de uruguay", ni tenía un gaucho domando un caballo o estaba recubierto de cuero con forma de pezuña de vaca. Era un mate sencillo, pura calabaza lustrada entre antas manos. Y Juan adoraba su mate, jamás permitió que alguien más lo cebara o preparara. Al aprontarlos, con suavidad le ponía la mano sobre la boca, con las tres cuartas partes llenas de yerba y lo inclinaba como quien ofrece un trago de agua a un niño chico. Mezclaba en un vaso agua mitad caliente mitad fría, nunca dejaba el agua de la caldera hervir.
Una tarde se fue a la rambla con una amiga Porteña, de esas que vienen a Montevideo a "sentir la tranquilidad de una ciudad chica". Estaban discutiendo, cuando no, acerca del origen del Dulce de leche, la porteña, bastante cabrona por cierto, fue a tomar un mate que le había tendido Juan, que no perdía la costumbre de cebar así se cayera abajo la embajada Yanqui, cuando un movimiento brusco de la muchacha hizo rodar el mate por el granito y fue a caer justo sobre una roca, cinco metros más abajo. Como un sapo aplastado, así quedó el mate de Juan, con los restos de cáscara esparcidos en abanico y la yerba tiñendo de verde las piedras mohosas. La porteña no entendió el porqué del ataque de nervios que le vino a Juan ni porqué casi se tiró de cabeza a rescatar lo irrescatable. Con mil vueltas logró bajar por una escalerita y, esquivando las bolsas de plástico, las medusas secas en la base interna de la rambla, los preservativos flotando y los cangrejos, llegó hasta el cadáver de su mate. Lo único que quedaba intacto era la bombilla. Miró hacia arriba y vio a su amiga porteña reírse a carcajadas de su aspecto de niño que perdió a su madre. Nunca más le dirigió la palabra.
Durante meses, Juan no tomó más mate, no quería violar el recuerdo de su viejo y querido porongo poniendo su boca en cualquier bombilla forastera, sus manos en una calabaza recubierta de cuero o pintada de celeste. Buscó y buscó, en vano, por plazas, ferias y puestos de artesanías, ese mate, uno igual y casi perfecto como había sido el suyo. No había forma. Ahora todos los mates estaban recubiertos de cuero, con feos dibujos tallados a máquina, quemados con fuego, pintados de colores de cuadros de fútbol o, la aberración más absoluta, hechos de vidrio o de silicona.
No había mates como el que él quería, optó por el autocultivo. En el fondo de su casa siempre hubo un cuadrado de diez por quince, su padre siempre proyectaba hacer una quinta, y nunca plantó ni siquiera un perejil. Con paciencia desmontó y carpió, abonó lo suficiente y ahí plantó calabazas, con semillas compradas en una veterinaria y con información que sacó de un almanaque del Bando de Seguros. Confiaba en que con mucha suerte sacaría 300 o 400 calabazas y podría elegir a gusto y mandaría cortar (o cortaría él mismo, como al fin hizo) el mate que estaba buscando. Nunca imaginó lo difícil que sería. El primer año se pasó con la cantidad de agua y abono y las calabazas quedaron gigantescas, más que mates, parecían ollas. Al segundo una plaga de chinches agujereó y pudrió la mitad de la cosecha, pudo rescatar diez o veinte demasiado pequeñas para poder meterles una bombilla. Al tercero hubo una buena cosecha, Juan instaló un taller en su living y cortó y pulió cerca de mil mates, ninguno lo convenció. Un amigo preocupado lo encontró una tarde rodeado de calabazas, mirando con ojo de joyero uno a uno los porongos y dejándolos en una pila tan alta como un hipopótamo. Ese mismo amigo fue el que le recomendó un intermediario para que los vendiera. "Con una condición; dijo Juan; que no les hagan nada en la cáscara ni lo recubran con nada". Decenas de turistas Brasileros, Suecos y Yanquis se fueron fascinados a sus países de origen, con mates lisos, sin nada que recordara donde habían estado ni para qué servían esas vasijas vegetales, contentos de poder contárselo a sus amigos curiosos. Año tras año Juan sacaba miles de mates, los cortaba, los pulía, ninguno lo convencía. Luego los vendía cada vez a mejor precio. Con ese dinero pudo dejar su trabajo, comprar una chacra en melilla, instalarse un galpón, contratar personal. Nadie más pudo jamás vender más mates que los de Juan. Eran mejores, no tenían inscripciones que los afearan y la cáscara tenía un color parejo, sin manchas. Año a año la producción matera de Juan fue creciendo y él se convirtió en un próspero empresario que empezó a dictar seminarios, a recorrer Argentina, Brasil y Paraguay llevando sus mates perfectos, salió en la tapa de revistas, se filmó un documental acerca de su vida.
Un día, ya muy viejo, un periodista le preguntó acerca de su pasión por el mate y comentó: "Debe ser usted un gran tomador de mate". Juan miró al piso, rememoró su primer mate, la parra y su padre, suspiró y tragó saliva antes de contestar: "Hace cuarenta años que no tomo un mate".-

viernes, 24 de febrero de 2012

Tributo

Al principio fue todo muy sencillo: Sonreír sin motivo mirando los videos en la pantalla gigante, recostado a la pared con el vaso en la mano, "Tómate tu tiempo, apúrate, Vos elegís, la chance es tuya, no te tardes". El porro parecía acrecentar el efecto del litro y medio de rosado que se bajaron en menos de veinte minutos, antes de entrar. Sonreía más que nada por la sensación de flotar, el éxtasis positivo de la música a todo volumen lo aturdía aún más.
Pero ahora, con la primer banda tocando, todo había cambiado. Las casi doscientas personas en el local para cien se habían agrupado en un único animal de cabezas, piernas y brazos que buscaba desgarrarse internamente con golpes, codazos, saltos y giros al vacío. Y esa chica, casi niña, esa Polly, con las tetas recién formadas y como buscando manos acariciadoras, puesta ahí, en el medio del pogo que de a ratos se volvía una fuerte marejada, mirando un tanto asustada (seguro que no esperaba tanta violencia, conocería dos o tres canciones, las que pasaban en la MTV todos los fines de año, o el Unplugged y habría pensado: "estaría bueno ir"), sonrió de nuevo entre cada sacudida, se acercó lo más que pudo, ella intentaba llegar a la baranda de madera que protegía el escenario demasiado bajo y logró ponerse al lado de un grandote con barba que aullaba por sobre la multitud, desgarraba su garganta, imitaba al rubio que se había volado los sesos. Para él no había pogo, no había barbudo, no había banda tocando, había solo la chiquilina aferrada a la baranda de madera que soportaba las idas y venidas del monstruo del fondo a la delantera del local, una náufraga dejándose llevar por una ola de carne sudada. Al final se pudo acercar a ella y la rodeó con los brazos, agarrándose a la baranda por ambos lados, intentando no tocarla, coreando: "No te dañes a ti misma, busco ayuda para ayudarme, ella está aburrida de mi", cuando sintió el codo en la nuca. Fue solo un fugaz revuelo de chispas fosforescentes que se le vinieron encima, el dolor le hizo despejarse un poco, no buscó al que le había pegado, total, estaría tan colocado como él. Se sintió bien de pensar que ese codo podría haber ido para ella, y que él la había protegido.
Al barbudo gigantesco le dieron un botellazo en la nuca y cayó hacia atrás, con los brazos en cruz, como un cristo embalsamado, a pesar de que la camisa leñadora había amortiguado el golpe. La banda quiso parar, porque era primo del bajista, pero ante los insultos y las amenazasm debieron seguir mientras dos securitys sacaban al peludo en andas.
Logró acercarse a la Polly a la salida de la primer banda, por un breve instante la masa que buscaba el aire fresco exterior los amontonó contra una pared y él le hizo una seña para que le prestara atención y le dijo, fuerte y sin gritar: "Seguro que a vos te gustan todas las canciones bonitas", pero ella lo miró y le hizo un gesto con toda la cara y las manos como diciéndole: "¿De qué carajos me estás Hablando?", y él, desilusionado, comprendió que lo mejor era irse con sus amigos, que lo esperaban, del otro lado de la vereda, tomando el vino que habían decidido comprar con la plata de las entradas.
Tomó más vino, prendieron otro porro. Segunda banda, más descontrol, volver a salir, esta vez sin heridos graves. No la vio.
La encontró sentada al otro lado, en un zaguán. Estaba con otras dos Pollys casi iguales a ella, rockeritas adolescentes. No había visto a las amigas adentro, tal vez recién llegaban. Ya se había dado cuenta que ella lo miraba con insistencia, pero no se atrevió a cruzar para ofrecerle una pitada, primero por sus amigas, y segundo porque no sabía si era mayor de edad y tal vez hubiera ido con alguien que la estaría vigilando desde algún lado. Se imaginaba y pensaba cruzando la calle ofreciéndole una pitada y ella sonriente pero al fin se quedaba quieto en el lugar, como clavado, y tampoco ella se movía, así que pasó el porro para el que lo esperaba, con el papel pronto para la tuca. Volvió a tomar, caminó hasta la esquina, meó contra un árbol y se apuró a entrar cuando sintió los acordes, lentos y pesados, de la última banda.
Adentro todos estaban quietos, como esperando el momento, la banda era buena, y mucho. No había pasado aún, pero llegaba el momento de tocar ESA canción.
Se metió como pudo, fue empujado hacia adelante en el primer ataque de guitarra, como un pez nadó entre la gente hasta el escenario, llegó antes de que comenzara el primer golpe de batería, allí estaba ella, la rodeó de nuevo, se dejó llevar, sintió sus nalgas haciendo fuerza hacia atrás y frotándose contra su pija inexplicablemente parada, todo el diminuto cuerpo intentando separarse de él. Lo poco que duró el momento lo pudo disfrutar, pero todos volvieron al fondo del local, hubo más espacio y ella se le escapó, el animal empezó de nuevo su proceso de autodestrucción, con saltos, golpes, codazos y patadas. De nuevo la marejada, los sacudones, unos pocos locos tratando de treparse al resto para el Mosh consagratorio, que nadie quería brindar. La voz sonó limpia y sin falsos desgarros en la nota: "Ahora cargá tus armas, invitá a tus amigos, es divertido perder y pensar que no…", él estaba sacudiendo su reciente melena cuando sintió otra vez la llamarada de chispas y ahora la nariz chorreaba un líquido espeso que parecía gris cuando se dio cuenta que le habían partido el tabique y aflojado un diente. No se desmayó, pero se dejó caer hacia atrás sobre la chica, que lo esquivó, y la baranda de madera lo contuvo a medias.
Ella se asustó y pidió ayuda, no lo reconoció, no le importaba. Alguien vino de la barra y lo tomó en andas, separándolo del resto del animal que volvía a recomponerse para un nuevo desgarro y más patadas, más sacudidas. Lo dejaron en un zaguán, la cabeza hacia abajo, justo cuando "un mulato, un albino, un mosquito". El del boliche volvió a entrar, a buscar agua oxigenada y llamar a la ambulancia.
"¿Te duele?", sintió la voz, ronca y asustada, no pudo responder, solo sonrió, supo que era Ella, se sentía tan bien, tan bien, "era horrible, pero bien, domingo a la mañana era todos los días", esperaba verla, sola ahí parada, prestándole atención, no levantó la cabeza hasta que preparó una frase que le hiciera sonreír, a pesar del triste espectáculo de su rostro ensangrentado. Entonces la miró.
Estaba con alguien más, que la abrazaba por la cintura. Cuando por fin consiguió enfocar la vista, creyó alucinar, pero era ÉL, con la sonrisa perdida, el pelo rubio, largo, la barba desprolija sobre el mentón redondeado y su cara de Jesucristo de fin de siglo veinte, mirándolo con simpática atención, otro de sus fans que seguro pensaban que él estaba muerto. Pensó en el efecto del porro y el rosado berreta, pero ahí estaba, con ella en brazos, también intoxicado, sin saber demasiado porqué estaba ahí, más allá de haber ido a buscar a su novia al tributo. Cerca, doblando la esquina, se escuchaba la sirena de la ambulancia….
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Se tanteó la nariz antes de abrir los ojos. Cuatro pisos más abajo pasaban autos por la avenida, frenando en el semáforo y volviendo a arrancar, podía sentir los motores esperando, la clara mañana de domingo se le colaba por las hendijas de la persiana. Tanteó el emplasto de vendas y el corrector nasal, sólo podía respirar por la boca, estaba de espaldas en su cama, con dos almohadas a los costados. La remera ensangrentada se había pegado a los pocos pelos en su pecho. En la semipenumbra de su cuarto distinguió el afiche de su banda favorita pegado exactamente sobre su cabeza, en el techo. Entrecerró los ojos imaginando que Kurt le sonreía en el cartel, sintió la voz de su madre llamándolo a almorzar, LO QUE FUERA, NEVERMIND.-