miércoles, 24 de septiembre de 2008

Dionisio

¿Recuerdas ahora, Climneptra, aquella época?. Tú eras joven y briosa, y danzabas en el círculo mayor, el que él miraba con tanta atención, festejando cada salto, cada nuevo giro que solíais dar, cada temblor de esos cuerpos gráciles, excitados por el vino, que danzaban al compás de címbalos, siringas y caramillos, y elevaba su copa al cielo nocturno y bebía de a grandes sorbos. Tú eras joven, y caminabas con ágiles pasos y te internaste en la penumbra acogedora de un bosquecillo de arbustos y me tiraste en el suelo y yo caí en un lecho de hojas y nos fundimos en un abrazo mientras la música, los gritos de las donisíacas y el calor de la hoguera nos llegaba como algo lejano y por completo ajeno a nosotros dos, que nos amábamos. Yo era un simple campesino que cuidaba una tierra que mis padres me habían dejado, como único legado, antes de que Caronte los llevara en su barca. Yo era un simple campesino que esa mañana me había levantado con la certeza de haber tenido un sueño que entonces no recordaba, pero que se fue haciendo más claro a medida que me iba llegando una música alegre que puebla nuestras noches de verano y aparecía por el camino de Atenas todo un cortejo de estrambóticas criaturas: hombres con pies pequeños y piernas peludas, muy peludas, jóvenes mancebos, imberbes muchachos adónicos que se comportaban como gráciles doncellas y le hacían honores al joven que los encabezaba, un ser bajo y robusto que caminaba con paso seguro, con barba y, puedo jurarlo, cuernos de chivo, yo sé que esto podría parecer extraño pero en su frente se destacaban dos pequeños chichones, como cuernos, que le daban a aquel ser un aspecto salvaje y montuno.

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